Experimenté por un par de meses la desconexión de algunas redes sociales, incluyendo programas de mensajería instantánea, y también, rehuí a eventos socio-familiares. No me fui precisamente a un retiro espiritual ni hice un voto de silencio, pero hasta cierto punto tuve los mismos efectos como si así lo hubiese hecho; lo más destacable es que pude enfocarme casi al 100% al aquí y al ahora, a estar muy presente para personas que requieren mi ayuda o mi simple, pero cariñosa compañía.
Quisiera decir que tuve muchísimo tiempo para mí, pero la realidad es distinta; esta desconexión, que por un lado necesitaba, se dio casi a la fuerza por la cantidad de tareas y circunstancias que me empezaron a rodear de un tiempo para acá. Cambios notorios que le agregaron intensidad a mi vida, incluyendo a mi entorno cercano, según el rol. Los resultados son buenos y el proceso fue prácticamente un viaje de crecimiento y aprendizaje, un poco agotador o potente, pero gratificante también. Hoy en día actúo más rápido y con mayor eficacia que antes. Y aunque en general me siento cansada, a la vez percibo una gran nutrición interna.
Sumado a las labores, mi celular comenzó a fallar hasta que finalmente decidió apagarse para nunca más volver a encender. No me preocupó, lo vi venir y no me molesté en repararle, aunque claro está, estoy agradecida de haberle tenido y de todo lo que me proveyó. Pero a cada cosa le llega su hora. Este evento me separó aún más de la interconectividad que a veces nos mal-consume a la mayoría, pues vivimos en una época que implícita -o incluso, directamente-, nos compromete a estar ubicables, comunicables y disponibles todo el tiempo. Hace bastante oí a un psicólogo comentar el caso de un grupo de agentes que trabajaban para una empresa, la cual les había regalado un Blackberry a cada uno, a esto el psicólogo les dice: “¡Qué bien! ¿están contentos?, ¡es un gran obsequio!”, a lo que los trabajadores respondieron que no, ya que ello no les permitía desconectarse del trabajo, aunque estuvieran fuera de su horario. Estando en casa, el jefe siempre podía llamarles para preguntar o pedir cosas relacionadas con el trabajo. “¿Cómo dejar en visto al jefe? Nuestra imagen con él entra en juego”. Y traslado este asunto a la familia y a los amigos también, que pueden ser igual o más intrusivos. Es casi imperdonable un momento de ocio o de simplemente no querer responder; se lo toman como una grosería o una ofensa personal. Algunas personas se han molestado conmigo por ignorar sus cadenas y memes, pero tampoco se dan el tiempo de entender que esas cosas me aburren e incluso molestan, aunque se los diga de frente. No es que no tenga sentido del humor, lo que no tengo es mucho tiempo ni interés para dedicarme a ello. Ya lo sabía bien Charles Bukowski cuando dice: “Entiéndeme. No soy como un mundo ordinario. Tengo mi locura, vivo en otra dimensión y no tengo tiempo para cosas sin alma”.
Me atreví a negarme a reuniones las cuales significaban, para mí, una pérdida de energía y tiempo, y que seguro sólo traerían incomodidad y compromiso banal. Y fui sincera: “No tengo tiempo”. Una respuesta directa y eficaz. Sí, quizás pude organizar mi horario, mover alguna cita, pero es importante rechazar lo que no quieres hacer ni ver a quien no quieres ver. Debes ser honesto contigo mismo, aunque a veces suponga algún tipo de represalia, aunque ésta se entienda como habladurías o cuestionamientos. Tu núcleo más íntimo es el que lo vale todo, y es a ese núcleo al que le pongo toda mi energía, atención y amor. Ahora realmente no quiero repartirme entre grupos o individuos, aunque también les tenga afecto. Lo que mantengo con mucha claridad es mi escala de prioridades y me muevo conforme a ella. Se vale la ausencia, el respirar, el despejarse, el darte tu tiempo y espacio.